«¿Quién me librará del poder de la muerte que está en mi cuerpo? Solamente Dios» (Rom. 7:24-25)
En El señor de los anillos, el profesor J. R. R. Tolkien presenta una criatura bastante peculiar: Sméagol, un hobbit que asesina a su pariente Déagol para despojarlo del anillo único, al que bautiza con el nombre de «precioso». Con el tiempo, el anillo altera el cuerpo y la mente de Smeágol, que pasa a llamarse Gollum, y cuando los protagonistas lo encuentran, Gollum «ama y odia el anillo tanto como se ama y se odia a sí mismo. Pero no puede deshacerse de él» (The Lord of the Rings [Harper Collins, 2005], p. 55). A lo largo de la obra
de Tolkien, el lector ve cómo las dos personalidades de Gollum luchan entre sí. Smeagol quiere ser bueno y librarse de la influencia maligna del anillo; pero Gollum fantasea con la idea de recuperar su «precioso», intentando asesinar a Frodo en el proceso.
La triste situación de Gollum no es más que un pálido reflejo de la lucha interna que existe en el interior de cada ser humano. En Romanos 7, el apóstol Pablo presenta su condición y la de cada ser humano. Todos tenemos un Sméagol interior, que quiere ser bueno, que reconoce que «la ley en sí misma es santa, y el mandamiento es santo, justo y bueno» (vers. 12), que tiene «el deseo de hacer lo bueno» (vers. 18) y le gusta «la ley de Dios» (vers. 22). Pero hay también un Gollum dentro que «se opone a mi capacidad de razonar» (vers. 23), que me engaña (vers. 11) y me hace «débil, vendido como esclavo al pecado» (vers. 14), de manera que «aunque tengo el deseo de hacer lo bueno, no soy capaz de hacerlo. No hago lo bueno que
quiero hacer, sino lo malo que no quiero hacer» (vers. 18-19).
Dejarnos gobernar por nuestra naturaleza pecaminosa nos llevará a la destrucción eterna, así como le sucedió al personaje ficticio Gollum, que murió al caer al interior de un volcán. Sin embargo, Pablo destaca que en Jesús hay esperanza, ya que Dios tiene el poder de liberarnos de nuestra naturaleza pecaminosa. Él puede convertirnos en nuevas criaturas que «busquen las cosas del cielo, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios» (Col. 3:1). Por nuestras propias fuerzas tú y yo no podemos despojarnos del pecado que consideramos «precioso», pero al entregarle nuestra voluntad a Jesús, él nos transformará.