El mejor destino
“No tengas envidia de los pecadores; antes bien, honra siempre al Señor; entonces tendrás un buen fin y tu esperanza jamás será destruida” (Proverbios 23:17, 18).
Muchos leen Proverbios como si fueran promesas, cuando en realidad son máximas. Es decir, puedes ser diligente, trabajador y aprovechar bien el tiempo y no por eso vas a ser necesariamente rico; podrías responder cortésmente a una agresión, y no en todos los casos se disipará la ira de la otra persona; asimismo, alguien puede cuidar su salud, evitar sustancias dañinas que destruyen el cuerpo y la mente, pero eso no te garantiza una larga vida. ¿Por qué? Porque mientras vivamos en este mundo infectado por el pecado, la maldad alcanza aun a los que han decidido vivir sabiamente.
El propio Salomón no entendía esta realidad, por lo cual en Eclesiastés expresa su sentir: “Y así se da en este mundo el caso sin sentido de hombres buenos que sufren como si fueran malos, y de hombres malos que gozan como si fueran buenos. ¡Yo digo que tampoco esto tiene sentido!” (8:14). Ante esta realidad, es posible que pienses: “Entonces, ¿de qué sirve honrar al Señor si no me garantiza vivir bien aquí en la tierra?
El Salmo 73 nos presenta a Asaf, un sacerdote de Jerusalén. Él tenía la idea de que vivir obedeciendo los mandamientos daría como resultado bienestar y prosperidad; por otra parte, pensaba que la desobediencia, resultaría automáticamente en malestar y enfermedad. En su mente tenía un concepto equivocado: llevaba una vida recta y justa, obedecía los mandamientos, todos los días estaba en el santuario, entonces llegó a pensar que todo debía ir bien en su vida. Se olvidó que aún estaba en la tierra y no en el Cielo; así que el día que enfermó, dijo: “Mis pies casi resbalaron. Pues tuve envidia al ver cómo prosperan los orgullosos y malvados […]. Yo estuve lleno de amargura y en mi corazón sentía dolor” (vers. 2, 3, 21).
Su experiencia cambió cuando fue al Templo no como sacerdote, sino como adorador. Allí confirmó su confianza en Dios cuando reconoció el gran plan de Dios para la humanidad, que no se limita a los años que vivamos en este mundo, sino en el destino eterno con Jesús.