Educar la mente
“La mente es lo que une lo finito a lo infinito”. Elena de White
Se cuenta que un viejo maestro que gozaba de gran reputación, recibió un día la visita del hombre más rico de la ciudad, pidiéndole que se encargara de la educación de su hijo. Cuando el sabio maestro le dijo el precio que le cobraría por año, el rico protestó: “¡Eso es mucho dinero! Por esa cantidad, podría comprarme un asno”. A lo cual, el anciano maestro replicó: “Efectivamente; y le aconsejo que lo compre, así tendrá dos”.
¿Qué valor le damos a la educación y, particularmente, a la educación continua y diaria de la mente por medio de la lectura (en especial, de la Biblia)? ¿Somos conscientes de que autoeducarnos cada día, así como potenciar la educación de nuestros hijos, es clave para la transformación del carácter, para el desarrollo de los dones que Dios nos da, para relacionarnos bien con los demás, para llevar el evangelio en palabras y maneras que conquisten los corazones, para ser dueñas de nuestros impulsos (diferenciándonos así de los asnos), para actuar por una conciencia convertida y no por un fanatismo irracional, para vivir siempre mejorando y nunca conformándonos, para sentirnos, en definitiva, mujeres cristianas plenas?
Educar la mente es crucial para la mujer cristiana porque, como dice Elena de White, “todo paso hacia adelante en la adquisición de conocimiento o en el cultivo del intelecto, es un paso hacia la asimilación de lo humano con lo divino, lo finito con lo infinito” (La educación cristiana, p. 78).
Educar desde la perspectiva cristiana es transmitir (y adquirir) un concepto equilibrado de nuestra libertad; es apreciar la vida y los talentos como un don de Dios, y desarrollarlos para los intereses de su reino; es ver al otro por lo que es, un ser creado por el Padre y redimido por el Hijo; es enseñar el amor como el principio que debe motivar nuestros actos; es descubrir en la naturaleza la huella indeleble de la creación; es aprender a examinarlo todo y retener solo lo bueno, para abstenerse de toda clase de mal (ver 1 Tes. 5:21, 22); es gozarnos al ser testigos del refinamiento de nuestra personalidad. Por eso, querida amiga que lees estas líneas, no dejes de aprender, de estudiar, de leer, de educarte a ti y a los tuyos.
Aprender para crecer (en el conocimiento de Dios, que es el principio de la sabiduría) y mejorar (en todos los sentidos). Porque el conocimiento refina nuestra forma de ver el mundo, mientras que la ignorancia nos embrutece.
“El que aprende y pone en práctica lo aprendido, se estima a sí mismo y prospera” (Prov. 19:8).