Viernes 17 de Junio de 2022 | Matutina para Mujeres | Celos

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Celos

“Pero si tienen envidias amargas y ambiciones egoístas en el corazón, no encubran la verdad con jactancias y mentiras. Pues la envidia y el egoísmo no forman parte de la sabiduría que proviene de Dios. Dichas cosas son terrenales, puramente humanas y demoníacas” (Sant. 3:14, 15, NTV).

Lucifer sintió celos de Dios. Aunque había sido creado perfecto, Lucifer eligió “marinarse” en envidia, hasta que todo su ser se llenó de amargura. Lucifer escogió no arrepentirse, y así se transformó en Satanás. La envidia es el hogar del diablo; es su territorio soberano, su hábitat natural. Cuando alimentamos la envidia, cuando la dejamos crecer, nos adentramos peligrosamente en terreno enemigo (o, mejor dicho, el enemigo captura terreno en nuestro corazón).

Para estar a salvo, es indispensable que aprendamos a identificar los sentimientos de envidia en cuanto surjan y que no los alimentemos. ¡Debemos matar de hambre a la envidia! La envidia demanda, con violenta voracidad, que no admitamos nuestros errores, que quedemos bien ante la gente y que “asesinemos”, con palabras o acciones, a nuestros rivales (Gén. 4:4, 5). De hecho, fue la envidia la que impidió que muchos dirigentes religiosos reconocieran a Jesús como Mesías, y que finalmente decidieran matarlo (Juan 12:19; Mar. 15:10).

“Cuando cedes a la envidia, permites que Satanás se manifieste en ti”, escribe R. T. Kendall. Sin embargo, “cuando produces el fruto del Espíritu Santo, es porque permites que Jesús se manifieste en ti”. Cuando otras mujeres son alabadas por su talento, belleza o juventud, y siento ese malestar en la boca de mi estómago, tengo dos opciones. Puedo ceder a la envidia y escribir una lista mental de todos sus defectos, o puedo admitir que siento envidia y hablar con Dios al respecto. Puedo decidir bendecir a quienes envidio. Puedo elegir contentarme con quién soy y con lo que tengo.

La envidia no queda satisfecha sino hasta que todos los aspectos de nuestra vida quedan contaminados por su amargura. La envidia nos vuelve cada vez más inseguras y competitivas, y destruye conexiones vitales con los demás. Cristo es nuestro único refugio. En la disformidad más horrible de nuestro pecado, su compasión brilla más bella y pura. Cada vez que sientas envidia, acércate a Jesús. Él no te echará fuera.

Señor Jesús, líbrame de la envidia. Dame sabiduría para detectar la naturaleza de mis emociones, y obediencia para rendirlas a ti. Si he permitido que raíces de egoísmo y amargura crezcan en mi corazón, te pido que las desarraigues y me llenes de tu Espíritu.

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