Día del lavado
“Purifícame con hisopo y seré limpio; lávame y serémás blanco que la nieve” (Salmo 51:7, RVR 95).
En este día de 1858, Hamilton Smith de Filadelfia, Pensilvania, inventó la primera lavadora exitosa. Creo que no podemos ni imaginar lo que era lavar todo a mano. Era un trabajo tan grande que, en la mayoría de los hogares, se reservaba todo el día del lunes para hacerlo. Primero, se ponía una gran olla con agua a calentar en la estufa de leña. Luego, se llevaba el agua caliente al patio y se vertía en una gran tina. En ella, se rallaba un trozo del bloque de jabón casero, hecho con cenizas, manteca y lejía. Se agregaba la ropa y se la dejaba un tiempo en remojo. Si estaba muy sucia, se preparaba una fogata sobre la cual se colocaba la tina y se hacía hervir la ropa mientras una persona revolvía con un palo.
Luego, la parte difícil: las manchas y la suciedad se limpiaban restregando enérgicamente la ropa en una tabla de lavar, un armazón de madera plano con una lámina ondulada de metal. El enjuague era un gran trabajo, y lo mejor era hacerlo de a dos. Se estrujaba la ropa para escurrir el agua de jabón y se la pasaba a otra tina con agua limpia. Piensa en enjuagar y escurrir pantalones, camisas, faldas, sábanas… Por fin, se colgaba todo en sogas tendidas en el patio o el jardín.
Intenta lavar la ropa de una familia de nueve o diez integrantes. Cada semana. Semana tras semana. Sin lavadora, sin lavandería, sin descanso. Y no olvides el planchado. Había que planchar los vestidos, las camisas, los pantalones; los manteles y las fundas de almohada “buenas”. Se utilizaba una pesada plancha que se calentaba en la estufa, o que era hueca y en la que se colocaban brazas adentro. Se usaba más de una plancha para que, luego de que una se enfriara con el planchado, se pudiera usar la segunda mientras se recalentaba la primera.
Hoy en día, lavar no es una de nuestras principales preocupaciones. Llegamos por la noche y tiramos nuestra ropa sudada, manchada de hierba y llena de barro en el cesto de la ropa sucia, y nunca pensamos en dar las gracias a mamá o a nuestra hermana mayor por hacer el lavado por nosotros. Y ellas utilizan máquinas para lavar y centrifugar, y algunos incluso tienen una secadora o llevan la ropa a un lavadero. Damos por sentado tantas cosas. Pensamos tan poco en cómo el cerebro y la energía de las personas del pasado nos facilitan la vida hoy.
También tenemos que dar las gracias a Dios por la mejor lavadora de la historia del mundo. La lavadora de Dios nos lava las manos, nos restriega detrás de las orejas, nos desinfecta la boca y, en general, nos limpia por dentro y por fuera. De hecho, es la sangre de Jesús la que nos hace más blancos que la nieve.
Cuando David tocó fondo, expresó lo mismo que diríamos todos nosotros: “Purifícame con hisopo y seré limpio; lávame y seré más blanco que la nieve”.