Reconociendo la santidad de Dios
“Santificado sea tu nombre” (Lucas 11:2).
El significado de “santo” o “santificado” se ancla en el Antiguo Testamento, y se refiere a personas, cosas, lugares o tiempos “puestos aparte” de lo secular para ser dedicados al culto divino. Por supuesto, en el Padrenuestro Jesús no está sugiriendo que nosotros podemos “apartar” a Dios y hacerlo santo. La santidad es algo que define la esencia del Ser divino, no es algo que nosotros le conferimos. Dios no es santo por la influencia o la decisión de alguien, sino que la santidad es su esencia; y las cosas, las personas, los lugares y los tiempos que son santos lo llegan a ser en virtud de su relación con Dios.
Cuando Jesús nos enseña a orar diciendo “santificado sea tu nombre”, está indicándonos que la santidad de Dios es un hecho que debemos reconocer en todo momento, y que su propio nombre es reflejo de esa santidad. Es interesante notar que, inmediatamente después de que le llamamos “Padre”, lo cual es una expresión de confianza e intimidad, reconocemos que él es santo. Es decir, admitimos que, aunque nos trata como hijos, es distinto de nosotros desde todos los puntos de vista. Él es único, incomparable, digno de reverencia, como indica su nombre: “Dios Altísimo” (Gén. 14:18).
Santificar el nombre de Dios es no fallar en entender quién es; implica reconocer su gloria y regocijarnos en ella; es expresar con palabras y con una vida coherente el amor que sentimos por él y la confianza de estar bajo su protección. Santificar el nombre de Dios es darnos cuenta de que en ese nombre se concentra la esencia de lo que él es. Entender esto nos permite ver a Dios como la fuente de nuestra santidad: él es quien nos santifica, quien nos da la esperanza de que esta vida nuestra, llena de debilidades y manchas de pecado, puede, por el poder de su santidad, ser apartada del mundo y sus caminos para una comunión profunda y permanente con él.
“Sean santos, porque yo soy santo”, dice el apóstol Pedro (1 Ped. 1:16), haciéndose eco de un texto de Levítico: “Yo soy el Señor su Dios. Por eso se santificarán y serán santos, porque yo soy santo” (11:44). El Espíritu nos reta a vivir a la altura de un Dios que es santo. Así como un hijo desea vivir a la altura de la educación que le imparte un padre que lo ama, así nuestro Padre, que es santo, anhela para nosotros la santidad, la cual también nosotros debemos anhelar. ¿Anhelas tú ser santo?