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«Y el segundo [mandamiento] es semejante: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo»» (Mateo 22: 39).
Este pasaje nos recuerda que aceptar el amor de Dios, saberse querido incondicionalmente por nuestro Padre celestial, no es solo un enorme privilegio, sino también un compromiso familiar, una especie de pacto de familia.
Reconocernos como hijos de Dios significa, a la vez, reconocernos como hermanos de todos los seres humanos. No podemos ser hijos del Padre de todos sin sentirnos, a la vez, hermanos de todos. Aceptar a Dios como Padre conlleva, ineludiblemente, reconocer que todos somos miembros de la familia humana, con similares derechos y deberes.
Jesús nos deja claro que nuestra relación vertical con Dios conlleva una relación horizontal con todos nuestros semejantes. Sabernos hijos de un Dios a quien no vemos debe abrirnos los ojos a la realidad de sus otros hijos, a quienes sí podemos ver, y de quienes somos responsables.
Una relación de fraternidad que jamás deberíamos olvidar los creyentes…
Vivimos en un mundo cada vez más globalizado en el que compartimos nuestra existencia con gentes de otras culturas, de otras razas o de otras religiones. Por eso cada vez se hace más imprescindible superar barreras culturales y mentales, y acercarnos a los demás sin prejuicios, reconociendo la dignidad de todos como hijos de Dios, procedan de donde procedan y tengan la cosmovisión que tengan.
Muchas veces he escuchado decir frases como estas: «Mi vida es mía. Y cada uno tiene su vida. Yo no me meto con nadie, pero tampoco quiero que se metan conmigo». Esta corta frase de «mi vida es mía», tan dogmática, tan absoluta, que sin duda tiene su parte de verdad, en solo cuatro palabras tiene dos posesivos: «mi» y «mía». A veces puede parecer inocente, pero resulta demasiado parecida a la terrible excusa que Caín dio a Dios cuando le preguntó por Abel: «¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?» (Gén. 4: 9).
Esta idea de que todos los seres humanos somos hermanos ante Dios es una de las más claras enseñanzas de la Biblia. No en vano una de las ordenanzas que Dios dio al pueblo de Israel se refiere al cuidado, el respeto y la atención que se debía dar a los extranjeros: «Como a un natural de ustedes considerarán al extranjero que resida entre ustedes. Lo amarás como a ti mismo, porque extranjeros fueron ustedes en la tierra de Egipto» (Lev. 19: 34, RVA15).
Padre celestial, ayúdame hoy a recordar que cualquier persona con la que me encuentre es hijo tuyo y necesita tu amor.