
Religión útil
«Busquen y encontrarán» (Mateo 7: 7, NVI).
La doctora E. visitaba de vez en cuando la iglesita de C. cuando yo empezaba mi ministerio. Mujer joven, inteligente, muy inquieta, era ya la responsable del Departamento de Geriatría del hospital de la ciudad.
Entre nuestros escasos veinte feligreses, la mayoría jubilados, estaba la enérgica viuda de un militar de los tiempos de la dictadura, que ponía todo su empeño en evangelizar a nuestra única visitante. Y para ello la estaba inundando de literatura apocalíptica, enfocada casi toda ella en los tiempos del fin: El conflicto de los siglos, Preparación para la crisis final, Daniel y el Apocalipsis, etcétera.
Pero nuestra visitante no parecía progresar en su vida espiritual ni apreciar mucho esas lecturas. Como era una mujer muy franca y directa, un día me dijo: «Mire, pastor. Yo no tengo ningún interés especial en los tiempos del fin. Trabajo con ancianos a los que les queda poco tiempo de vida y necesitan ser atendidos hoy. Yo necesito una religión que me sea útil hoy, que me ayude a vivir un día a la vez. Si ustedes tienen algo para mí que me ayude a vivir aquí y ahora, adelante. Si todo lo que me pueden ofrecer está en un hipotético fin del mundo, o más allá…, lo siento, pero en mi situación actual no me interesa, tengo prioridades más urgentes».
Y la doctora me habló de su marido, médico también, que vivía bajo la espada de Damocles de una enfermedad terminal que podía acabar con él en cualquier momento, y para el que la medicina no tenía ninguna esperanza.
Esa conversación fue como una revelación que marcaría para siempre mi ministerio. Por mucho que la lista de estudios bíblicos y conferencias que me habían enseñado en el Seminario empezase por Daniel 2 y temas parecidos, yo necesitaba refundar mi propia religión sobre algo más urgente todavía. Y así fue como me fueron abiertos los ojos a la necesidad que tenía, no solo la doctora, sino sobre todo yo, de aferrarme a la oración. Esa respiración del alma que todos necesitamos para sobrevivir en un mundo tan transitorio, efímero y precario como el nuestro.
No fue fácil hacer comprender a esta sincera católica que podía dirigirse directamente a Dios, sin necesidad de pasar por la mediación de los santos. Pero una vez que hubo experimentado la utilidad diaria de esa transfusión de vida que es la oración, su vida cambió por completo.
La doctora E. fue la primera persona preparada por mí, joven e inexperto aprendiz de pastor, que la Unión Española me permitió bautizar personalmente.