Echar una mano
Con mano fuerte y brazo extendido, porque para siempre es su misericordia. Salmo 136:12.
Era una tarde de final de verano. El pueblo, a mitad de camino entre la montaña y la playa, vivía sus jornadas más festivas. Guirnaldas y carteles ondeaban farolas y balcones. La multitud se dividía en dos grupos: los de detrás de las barreras, prudentes y tranquilos; los de delante de las barreras, agitados y con sobredosis de adrenalina. Mi novia y yo, cosas de jóvenes, estábamos delante de la barrera. Seguíamos a una vaquilla a lo lejos y pensábamos que no había de qué preocuparse. Era un animal pequeño y aparentemente dócil. En cierto momento, la vaquilla se volvió y comenzó a correr hacia nosotros. Entonces, el animal comenzó a parecer cada vez más grande y eso me ayudó a alcanzar unas velocidades que nunca pensé posibles. Nos abalanzamos contra las barreras con el afán de subir lo más alto posible, lo más lejos de sus cuernos. Fue entonces cuando lo sentí. Alguien, no sé quién, tiró de mí hacia arriba y llegué con facilidad a lo más alto. Mi novia, mucho más ágil que yo, llegó antes. Todavía recuerdo la fuerza y precisión de aquel brazo. Me fue de gran ayuda.
El pueblo hebreo llevaba una larga temporada corriendo vaquillas. Encerrado entre las barreras de la esclavitud, tenía siempre la vida en juego. Habían pasado tantos siglos que perdieron la esperanza de salir de ese ruedo. Su corazón se estremecía ante los dioses egipcios y sus vidas se sumían entre paja y barro. Elevaron su voz al cielo y el Señor les escuchó. Los tomó con la fuerza de su poder, extendiendo al máximo su bondad y los sacó de la esclavitud. Y, como dice el salmo, lo hizo solo por amor.
Jesús cerró sus manos con todas sus fuerzas cuando los clavos las horadaron. Sabía que debía aguantar porque este mundo no podía permanecer más tiempo en esclavitud. Extendió sus brazos en la cruz, única y exclusivamente por amor. No había otro negocio que mantenerse cerca de sus criaturas y redimirlas del tiránico gobierno del enemigo. Fue despreciado y expuesto ignominiosamente, pero no cejó en su ayuda. Fue avergonzado y despreciado, pero continuó asido al madero, porque era la única manera de sacarnos de esta. Y murió por nosotros como un valiente, como un héroe noble y vigoroso. Tomó la barrera de las servidumbres y la convirtió en una Cruz. Estiró toda su existencia por cada una de las nuestras. Tanta fue su generosidad que hasta los paganos supieron que era el Hijo de Dios.
No sé quién me ayudó a subir aquella barrera, pero sí sé quién eleva nuestra vida cada día: Jesús. Y es de agradecer mucho.