El pecado de la impureza
“Hagan, pues, morir todo lo que hay de terrenal en ustedes” (Col. 3:5).
La impureza parece estar convirtiéndose en algo común. Es evidente el deterioro de la naturaleza misma, receptora de toda la inmundicia ocasionada por los seres humanos. Como muestra de esta realidad, comparto la siguiente información transmitida por un médico del Hospital Infantil de México: “En la zona metropolitana de la Ciudad de México se concentran dieciocho millones de personas, circulan tres millones de automóviles, hay más de treinta mil fábricas, hoteles, baños públicos y hospitales. Esto genera diecinueve mil toneladas diarias de desechos, todos ellos a costa de nuestra salud”. Sin embargo, lo más alarmante es la contaminación moral de una sociedad que parece no darse cuento de ello. Los valores éticos y las virtudes morales como la bondad, la honradez o la fidelidad, sucumben a la indiferencia en medio de la búsqueda insaciable de placeres, poder y riqueza. Y las instituciones encargadas de la transmisión de valores –el hogar, la iglesia o la escuela– están perdiendo fuerza y corren peligro de desaparecer.
De la pluma de Elena de White leemos:
“La disolución es el pecado característico de esta era. Nunca alzó el vicio su deforme cabeza con tanta osadía como ahora. La gente parece aturdida, y los amantes de la virtud y de la verdadera bondad casi se desalientan por esta osadía, fuerza y predominio del vicio” (El hogar cristiano, p. 282).
Nosotras, que somos madres, hijas, hermanas o abuelas, tenemos el privilegio de estar al frente de nuestras familias. Tomemos partido. “Dios pide a sus hijos que vivan una vida pura y santa. Ha dado a su Hijo para que podamos alcanzar esta norma. Ha hecho toda la provisión necesaria para capacitar al hombre para vivir, no para satisfacción animal, como las bestias que perecen, sino para Dios y el cielo” (La temperancia, p. 156).
Con santa reverencia, pero con autoridad razonable, no permitas que tu hogar sea contaminado con alimentos, lectura, música ni ninguna cosa que ponga en riesgo la santidad de tu familia. Elena de White aconseja: “No se cargue la madre con tantos cuidados que no pueda dedicar tiempo a las necesidades espirituales de su familia. Soliciten los padres a Dios que los guíe en su obra. Arrodillados delante de él, obtendrán una verdadera comprensión de sus grandes responsabilidades, y podrán confiar a sus hijos a Aquel que nunca yerra en sus consejos e instrucciones” (El hogar cristiano, p. 276).