Un lugar especial – parte 2
“Confía de todo corazón en el Señor […] y él te llevará por el camino recto” (Prov. 3:5, 6).
Al ver la sangre brotando del brazo de la mujer, Eric le hizo un torniquete. Él y la anciana que lo ayudaba le suturaron el corte de la frente. Cuidadosamente, Eric también juntó y suturó la mejilla lo mejor que pudo, e hizo lo mismo en el otro brazo. Inmediatamente, pidió que trajeran leche caliente. Minutos más tarde, colocó una cucharadita de leche en los labios de la mujer casi muerta; ella bebió. Después de haberle dado media taza, abrió los ojos y miró a Eric, que se arrodilló a su lado. “No voy a morir”, le dijo.
Eric le dijo a uno de los hombres que la mujer estaba viva, pero que había que llevarla urgentemente al hospital, a cien kilómetros de distancia. El hombre dudó.
–¿Usted cree que pueda aguantar tanto tiempo? –le preguntó.
–Ya es un milagro que todavía esté viva –le respondió Eric–, pero necesita mucha más atención de la que yo puedo darle.
El hombre se apresuró, consiguió la canoa más grande del pueblo y seis hombres fuertes para remar. Eric le escribió una carta al doctor, y luego los vio desaparecer en la oscuridad. Semanas después, una mujer llegó a la clínica con el rostro lleno de cicatrices. Eric la miró.
–¿Sabe quién soy? –le preguntó ella.
–Eres mi paciente de medianoche.
–Si no fuera por usted, estaría muerta –le agradeció ella–. Pero usted no le tuvo miedo a la noche ni al demonio que me cortó. Y ahora tanto mi hijo como yo estamos vivos.
–Era lógico que sobrevivieras –dijo uno de los pacientes que observaban la escena–. Este es nuestro Dr. Liebre, y la liebre es el animal más inteligente y el mejor médico de la selva.
Eric sabía que la pequeña clínica de la selva era el lugar donde Dios quería que él estuviera. Su apellido (Hare) en inglés significa “liebre”, y por eso sus pacientes lo comenzaron a llamar Dr. Liebre.
A medida que pasaron los años, aquellos adoradores de espíritus aprendieron a adorar al Dios verdadero y se establecieron más clínicas y escuelas. Los nativos se convirtieron en enfermeros, pastores y administradores. Y durante la Segunda Guerra Mundial, cuando todos los extranjeros tuvieron que irse, mantuvieron viva la iglesia. A pesar de las dificultades, el hambre, e incluso la tortura, ningún sábado pasó sin que los creyentes se reunieran. Se aferraron a Dios y no lo soltaron.