¿Qué refleja tu rostro?
«¿Quién puede compararse al sabio? ¿Quién conoce el sentido de las cosas? La sabiduría ilumina la cara del hombre; hace que cambie su duro semblante» (Eclesiastés 8: 1).
En una ocasión, Abraham Lincoln rechazó a un hombre que solicitaba un puesto importante, diciendo: «No me gusta su cara». El recomendante del postulante protestó, argumentando que el hombre no tenía la culpa de su apariencia. A lo que Lincoln respondió con su característico ingenio: «Cada uno es responsable de su cara después de los cuarenta años». Nuestro texto de hoy confirma parcialmente esa observación. Aquellos que han alcanzado la verdadera sabiduría divina reflejan el carácter de Cristo. Sus rostros irradian confianza, firmeza, bondad, fe y otras virtudes que provienen del Espíritu. Además, Salomón parece sugerir que la sabiduría celestial puede suavizar el rostro endurecido por años de pecado.
Cuando fue arrestado, Harry Orchard era ya un criminal consumado, responsable de varios asesinatos. En ese momento, su rostro reflejaba claramente los estragos de una vida dedicada al crimen. Sin embargo, después de su conversión, el Espíritu de Dios transformó su vida e incluso suavizó rasgos faciales. Por eso cuando volvió a presentarse ante el juez, un año más tarde, este no lo reconoció.
Si bien es cierto que la transformación gradual del rostro puede ser un indicativo de la obra del Espíritu de Dios en una persona, mucho más importante es la transformación del corazón y de la vida. El verdadero cambio ocurre cuando el corazón de piedra es eliminado y es reemplazado por un «corazón dócil» (ver Ezequiel 36: 26). Es solo cuando el corazón se enternece que el semblante se suaviza y refleja la obra de Dios en la vida de la persona.
Busca la sabiduría que viene de lo alto, que te enseña a vivir conforme a la voluntad de Dios. No te conformes con una apariencia externa que pueda engañar a los demás, sino busca tener un corazón sincero y limpio ante Dios. Recuerda que él no mira lo que mira el hombre, sino que él ve lo que hay en nuestro corazón (ver 1 Samuel 16: 7).
Que tu rostro sea el reflejo de tu amor por Dios y por tu prójimo, que sea una luz que brille en medio de las tinieblas y que atraiga a otros a conocer al Salvador.