
La voluntad divina
«Venga tu Reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra» (Mat. 6: 10).
Antes de que el niño conozca el sentido de la palabra (voluntad) ya sabe ejercerla. Por lo general, diciendo (no quiero).
Hacer la voluntad de Dios es dejar que guíe nuestra vida. Aceptar su voluntad es pedir que Dios reine, ya ahora, en nuestra existencia, a la espera de que un día pueda hacerlo de forma plena y gobierne por fin el universo renovado. Pero hasta su venida definitiva en gloria, nos queda un largo ejercicio de obediencia a la voluntad divina, en el que necesitamos hacer progresos continuos.
Esta parte de la oración que nos enseñó Jesús nos presenta como ideal en la Tierra la manera en que la voluntad de Dios se respeta en el Cielo (cf. Sal. 103: 20-22). Hacer la voluntad de Dios es, en cierto sentido, renunciar a ejercer nuestra voluntad deformada por nuestra naturaleza, que acostumbra a querer salirse siempre con la suya. Por eso, la oración más sensata que podemos elevar a Dios, sin duda también la más difícil, es la de Jesús: «No se haga mi voluntad, sino la tuya» (Luc. 22: 42). Ese fue el secreto de su éxito.
Cuando Jesús ora en Getsemaní «No se haga mi voluntad, sino la tuya» no ignora, sino que presiente con toda lucidez, los horrores que se le avecinan. Entregarse a la voluntad divina, para Jesús, era confiar en Dios.
Esa confianza en su Padre celestial, que no iba a evitarle los efectos secundarios de dolor que lleva consigo la condición humana, iba acompañada de la convicción profunda de que Dios es capaz de sublimar ese sufrimiento y darle un sentido. Cuando nos entregamos plenamente a la voluntad divina, podemos estar seguros de que nada será en vano y de que, estando en sus manos, en ningún otro sitio estaremos mejor.
Entregarnos a la voluntad de Dios no es mera resignación, sino casi lo contrario. Es la decisión de luchar a brazo partido contra la adversidad, pero sabiendo que no estamos solos, que con él nunca lo estaremos. Es la confianza en que ninguna circunstancia, aunque sea desfavorable de momento, podrá separarnos del amor de Dios (Rom. 8: 38-39).